De esto hace mucho tiempo. Época en la que todavía todo
oficio era un arte y una herencia. El hijo aprendía de su padre, lo que éste
había sabido por su abuelo. El trabajo heredado terminaba por dar un apellido a
la familia. Existían así los Herrero, los Barrero, la familia de Tejedor,
etcétera.
Bueno, en aquella época y en un pueblito perdido en la
montaña, pasaba más o menos lo mismo que sucedía en todas las otras
poblaciones. Las necesidades de la gente eran satisfechas por las diferentes
familias que con sus oficios heredados se preocupaban de solucionar todos los
problemas.
Cada día, el aguatero con su familia traía desde el río cercano toda
el agua que el pueblito necesitaba. El cantero hacía lo mismo con respecto a
las piedras y lajas necesarias para la construcción o reparación de las
viviendas. El panadero se ocupaba con los suyos de amasar la harina y hornear
el pan que se consumiría. Y así pasaba con el carnicero, el zapatero, el
relojero. Cada uno se sentía útil y necesario al aportar lo suyo a las
necesidades comunes. Nadie se sentía más que los otros, porque todos eran
necesarios.
Pero un día algo vino a turbar la tranquila vida de los
pobladores de aquella aldea perdida en la montaña. En un amanecer se sintió a
lo lejos el clarín del heraldo que hacía de postillón o correo. El retumbo de
los cascos de caballo se fue acercando y finalmente se lo vio doblar la calle
que daba entrada al pueblito: un caballo sudoroso que fue frenado justo delante
de la puerta de la casa del relojero. El heraldo le entregó un grueso sobre que
traía noticias de la capital. Toda la gente se mantuvo a la expectativa a la
puerta de sus casas a fin de conocer la importante noticia que seguramente se
sabría de un momento al otro.
Y así fue efectivamente. Pronto corrió por todo el pueblo
la voz de que desde la capital lo llamaban al relojero para que se hiciera
cargo de una enorme herencia que un pariente le había legado. Toda la población
quedó consternada. El pueblito se quedaría sin relojero. Todos se sintieron
turbados frente a la idea de que desde aquel día, algo faltaría al irse quien
se ocupaba de atender los relojes con los que podían conocer la hora exacta.
Al día siguiente una pesada carreta cargada con todas las
pertenencias de la familia, cruzaba lentamente el poblado, alejándose quizás
para siempre rumbo a la ciudad capital. En ella se marchaba el relojero con
toda su gente: el viejo abuelo y los hijos pequeños. Nadie quedaba en el lugar
que pudiera entender de relojes.
La gente se sintió huérfana, y comenzó a mirar
ansiosamente y a cada rato el reloj de la torre de la Iglesia. Otro tanto hacía
cada uno con su propio reloj de bolsillo. Con el pasar de los días el
sentimiento comenzó a cambiar. El relojero se había ido y nada había cambiado.
Todo seguía en plena normalidad. El aparato de la torre y los de cada uno
seguía rítmicamente funcionando y dando la hora sin contratiempo alguno.
-¡Caramba!- se decía la gente. Nos hemos asustado de
gusto. Después de todo, el relojero no era una persona indispensable entre
nosotros. Se ha marchado y todo sigue en orden y bien como cuando él estaba
aquí. Otra cosa muy distinta hubiera sido sin el panadero. No había porqué
preocuparse. Bien se podía vivir sin el ausente.
Y los días fueron pasando, haciéndose meses. De pronto a
alguien se le cayó el reloj, y aunque al sacudirlo comenzó a funcionar, desde
ese día su manera de señalar la hora ya no era de fiar. Adelantaba o atrasaba
sin motivo aparente. Fue inútil sacudirlo o darle cuerda. La cosa no parecía
tener solución. De manera que el propietario del aparato decidió guardarlo en
su mesita de luz, y bien pronto lo olvidó al ir amontonando sobre él otras
cosas que también iban a para al mismo lugar de descanso.
Y lo que le pasó a esta persona, le fue sucediendo más o
menos al resto de los pobladores. En pocos años todos los relojes, por una
causa o por otra, dejaron de funcionar normalmente, y con ello ya no fueron de
fiar. Recién entonces se comenzó a notar la ausencia del relojero. Pero era
inútil lamentarlo. Ya no estaba, y esto sucedía desde hacía varios años. Por
ello cada uno guardó su reloj en el cajón de la mesa de noche, y poco a poco lo
fue olvidando y arrinconando.
Digo mal al decir que todos hacían esto. Porque hubo
alguien que obró de una manera extraña. Su reloj también se descompuso. Dejó de
marcar la hora correcta, y ya fue poco menos que inútil. Pero esta persona
tenía cariño por aquel objeto que recibiera de sus antepasados, y que lo
acompañara cada día con sus exigencias de darle cuerda por la noche, y de
marcarle el ritmo de las horas durante la jornada. Por ello no lo abandonó al
olvido de las cosas inútiles. Cierto: no le servía de gran cosa. Pero lo mismo,
cada noche, antes de acostarse cumplía con el rito de sacar el reloj del cajón,
para darle fielmente cuerda a fin de que se mantuviera funcionando. Le corregía
la hora más o menos intuitivamente recordando las últimas campanadas del reloj
de la iglesia. Luego lo volvía a guardar hasta la noche siguiente en que
repetía religiosamente el gesto.
Un buen día, la población fue nuevamente sacudida por una
noticia. ¡Retornaba el relojero! Se armó un enorme revuelo. Cada uno comenzó a
buscar ansiosamente entre sus cosas olvidadas el reloj abandonado por inútil a
fin de hacerlo llegar lo antes posible al que podría arreglárselo. En esta
búsqueda aparecieron cartas no contestadas, facturas no pagadas, junto al reloj
ya medio oxidado.
Fue inútil. Los viejos engranajes tanto tiempo olvidados,
estaban trabados por el óxido y el aceite endurecido. Apenas puestos en
funcionamiento, comenzaron a descomponerse nuevamente: a uno se le quebraba la
cuerda, a otro se le rompía un eje, al de más allá se le partía un engranaje.
No había compostura posible para objetos tanto tiempo detenidos. Se habían
definitiva e irremediablemente deteriorado.
Solamente uno de los relojes pudo ser reparado con
relativa facilidad. El que se había mantenido en funcionamiento aunque no
marcara correctamente la hora. La fidelidad de su dueño que cada noche le diera
cuerda, había mantenido su maquinaria lubricada y en buen estado. Bastó con
enderezarle el eje torcido y colocar sus piezas en la posición debida, y todo
volvió a andar como en sus mejores tiempos.
La fidelidad a un cariño había hecho superar la utilidad,
y había mantenido la realidad en espera de tiempos mejores. Ello había
posibilitado la recuperación.
La oración pertenece a este tipo de realidades. Tiene
mucho de herencia, poco de utilidad a corta distancia, necesidad de fidelidad
constante, y capacidad de recuperación plena cuando regrese el relojero.
De Mamerto Menapace, publicado en
Cuentos Rodados
Editorial Patria Grande
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si quieres comentar no tengas inconveniente. Solo te ruego que seas educado y no uses nunca palabras soeces ni injuriosas. En caso contrario tendría que anularlo a continuación. Muy agradecido.