Con frecuencia me encuentro a mí mismo quejándome
interiormente por tal o cual situación de torpeza humana o de injusticia ante
ciertas situaciones.
Sin embargo, mi ángel custodio me recuerda que con
lamentarme no cambio nada; que lo que debo hacer es orar por esa persona o
situación, amarla a través del corazón de Jesús, colmarme de su paciencia y
sabiduría, y recién allí puedo ocuparme, hablando, corrigiendo o iluminando esa
situación, si está a mi alcance hacerlo.
Pienso que si alguien hubiese tenido motivos para
quejarse, ésa hubiese sido la Virgen María. No obstante, de sus labios, jamás
surgió palabra alguna de amargura, queja o impaciencia.
Cuando los justos
son felices, se alegra la ciudad, cuando perecen los malvados, se oyen gritos
de alegría. Con la bendición de los hombres rectos, se levanta una ciudad, la
boca de los malvados la destruye. El que desprecia a su prójimo es un
insensato, y el hombre inteligente sabe callar. Proverbios 11, 10-12.
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