Una mujer joven se moría... Casada con un médico, ni éste ni los más especializados compañeros de profesión que habían acudido a examinar a la enferma, encontraban recursos en la ciencia con que poder curarla.
Resignado el marido, atendió la petición de la enferma: «¡Qué venga un sacerdote!»
Y el sacerdote acudió al domicilio que se le había indicado, y encontró junto al lecho de la paciente al marido y los dos hijos que del matrimonio habían nacido. El mayor contaba tres años y el menor de los niños tenía poco más del año.
Se retiró el doctor con sus hijos, para que confesara la enferma...
Cuando el sacerdote preguntó a ésta si aceptaba la muerte, la joven madre, cobrando energías, contestó:
—¡Padre, no quiero morir...!
Y se echó a llorar, diciendo:
—No por mí, sino por mis hijos y mi marido.
Calmada luego, exclamó:
—¡Hágase la voluntad de Dios! Pero... quiera Dios librarme de la muerte. ¡Se lo pido con toda mi alma!
Entonces, el confesor le dijo:
—Ponga usted por intercesora a la Santísima Virgen, que Ella es Madre y sabrá comprenderla como nadie... ¡Y Ella todo lo puede cerca de Dios!
Y sacando del libro de oraciones una estampa de las tres Avemarías y una novena, se las dio a la enferma, indicando:
—He aquí una devoción muy eficaz. Comience hoy mismo a rezar las tres Avemarías, y juntos usted con su marido y sus niños, invoquen a María, Omnipotencia Suplicante, Madre de la Sabiduría infinita y Madre nuestra de Misericordia. ¡Pongámoslo así todo en sus manos!
Tres días más tarde, el marido acudió a la iglesia preguntando por el sacerdote que había confesado a su mujer, y al verle éste se apresuró a decirle:
—¿Qué pasa, doctor? ¿Cómo sigue la enferma?
Y el médico, con irreprimible emoción, le contestó:
—¡Padre, milagro de la Virgen! Mi mujer, inexplicablemente, está fuera de peligro y en franca mejoría.
Y, serenándose, añadió:
—Tan pronto salió usted de mi casa el otro día, pusimos en práctica su consejo, y dimos comienzo al rezo de las tres Avemarías; arrodillados mi hijo mayor y yo, y en pie, a la cabecera de la cama de su madre, el pequeñín... ¡Y con qué fervor las rezamos, Padre! Igual hicimos el segundo día y hoy por la mañana.., Y esta tarde advertí, con asombro, que la fiebre casi había desaparecido... Y al llegar mis compañeros a efectuar su diaria visita, se sorprendieron igualmente del cambio producido, que no tenía explicación científica... ¡Se ha curado! Ofrezca, Padre, mañana, la Santa Misa en acción de gracias a Dios y a Nuestra Señora de las tres Avemarías.
Resignado el marido, atendió la petición de la enferma: «¡Qué venga un sacerdote!»
Y el sacerdote acudió al domicilio que se le había indicado, y encontró junto al lecho de la paciente al marido y los dos hijos que del matrimonio habían nacido. El mayor contaba tres años y el menor de los niños tenía poco más del año.
Se retiró el doctor con sus hijos, para que confesara la enferma...
Cuando el sacerdote preguntó a ésta si aceptaba la muerte, la joven madre, cobrando energías, contestó:
—¡Padre, no quiero morir...!
Y se echó a llorar, diciendo:
—No por mí, sino por mis hijos y mi marido.
Calmada luego, exclamó:
—¡Hágase la voluntad de Dios! Pero... quiera Dios librarme de la muerte. ¡Se lo pido con toda mi alma!
Entonces, el confesor le dijo:
—Ponga usted por intercesora a la Santísima Virgen, que Ella es Madre y sabrá comprenderla como nadie... ¡Y Ella todo lo puede cerca de Dios!
Y sacando del libro de oraciones una estampa de las tres Avemarías y una novena, se las dio a la enferma, indicando:
—He aquí una devoción muy eficaz. Comience hoy mismo a rezar las tres Avemarías, y juntos usted con su marido y sus niños, invoquen a María, Omnipotencia Suplicante, Madre de la Sabiduría infinita y Madre nuestra de Misericordia. ¡Pongámoslo así todo en sus manos!
Tres días más tarde, el marido acudió a la iglesia preguntando por el sacerdote que había confesado a su mujer, y al verle éste se apresuró a decirle:
—¿Qué pasa, doctor? ¿Cómo sigue la enferma?
Y el médico, con irreprimible emoción, le contestó:
—¡Padre, milagro de la Virgen! Mi mujer, inexplicablemente, está fuera de peligro y en franca mejoría.
Y, serenándose, añadió:
—Tan pronto salió usted de mi casa el otro día, pusimos en práctica su consejo, y dimos comienzo al rezo de las tres Avemarías; arrodillados mi hijo mayor y yo, y en pie, a la cabecera de la cama de su madre, el pequeñín... ¡Y con qué fervor las rezamos, Padre! Igual hicimos el segundo día y hoy por la mañana.., Y esta tarde advertí, con asombro, que la fiebre casi había desaparecido... Y al llegar mis compañeros a efectuar su diaria visita, se sorprendieron igualmente del cambio producido, que no tenía explicación científica... ¡Se ha curado! Ofrezca, Padre, mañana, la Santa Misa en acción de gracias a Dios y a Nuestra Señora de las tres Avemarías.
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