La llave con la que Pedro abrió el corazón del Señor,
la forjó en su arrepentimiento.
La espada con la que Pablo cambió su vida,
la olvidó en su conversión.
La llave con la que Pedro abrió caminos al Señor,
la compró con su entusiasmo.
La espada con la que Pablo levantó pueblos para Dios,
la humilló con su afán de salvación.
La llave con la que Pedro descubrió la verdad de Jesús,
la abrillantó por la confesión de su Nombre.
La espada con la que Pablo dio la vida por Cristo,
la mantuvo limpia por sus incontables viajes.
La llave con la que Pedro abrió corazones para Cristo,
la fortaleció por la inmensa confianza en Él.
La espada con la que Pablo defendía a Cristo,
la cuido con su lenguaje certero y universal.
La llave con la que Pedro levantaba muertos y curaba enfermos,
la recogió de manos de Jesucristo.
La espada con la que Pablo difundió su fe en Jesús,
la firmaba con sus cartas y predicaciones.
La llave con la que Pedro dejó su afán de pescador,
la olvidó con la fidelidad a Cristo.
La espada de San Pablo, cortante, viva y eficaz,
hablaba y se movía a una con la Palabra de Dios.
La llave con la que Pedro se hizo amigo de Jesús,
tenía ruido de sencillez y astucia.
La espada con la que San Pablo abrió horizontes a la fe,
voló lejos por su compromiso activo y misionero.
La llave con la que Pedro mantuvo su cercanía con Cristo,
se hizo grande por su amistad con Él.
La espada con la que se impuso frente a las dificultades,
se alargaba por su inmensa energía evangelizadora.
La llave con la que Pedro probó su fidelidad al Evangelio,
se hizo más dura por su martirio.
La espada con la que venció sus muchas fragilidades,
se dobló por su trabajo incansable.
La llave de oro con la que Pedro guardó el depósito de la fe,
guardó lo más importante y esencial con su primacía.
La espada con la que Pablo, como Pedro, dio razón de su fe:
se tiñó por su sangre derramada.
Pero tanto las llaves de Pedro, como la espada de Pablo,
estuvieron fundidas por un mismo metal: la unidad.
Por un mismo herrero: Jesús.
En una misma fragua: la fe.
En un mismo objetivo: el Evangelio.
Con una misma mano: Dios.
Con una fuerza poderosa: el Espíritu Santo.
En una misma familia: la Iglesia Apostólica.
Nunca, unas llaves ni una espada, siendo tan diferentes,
han logrado abrir tantos corazones para Dios, ni de cortar
tantos hilos que tenían encadenadas conciencias y vidas,
mujeres y esclavos, ricos y pobres, continentes enteros…
para que se agarrasen a Dios.
Han sido y son, las llaves de Pedro y la espada de Pablo.
Con todo ello, en este día de los pilares de la iglesia,
tenemos un recuerdo y oración especial por ese testigo
del Evangelio que nos ensambla con el primer testimonio
de los apóstoles y que es signo de unidad, de caridad
y de comunión en toda la iglesia: el Papa Francisco.
Dios lo acompañe en su intento de renovación, profunda
y espiritual, de nuestra Iglesia.
P. Javier Leoz