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23 abr 2015

Reflexión: Catequista por Vocación


Una vocación es un regalo de Dios, pues como Él dijo: "yo los he elegido". Cuando decimos sí a Dios, hemos de saber exactamente qué hay en ese sí. Sí significa (me entrego) total y absolutamente, sin calcular el precio, sin hacer ningún análisis ni cuestionamiento ¿está bien esto? ¿es conveniente? Nuestro sí a Dios se da sin ninguna reserva. El amor inmenso no mide sólo se da.

La entrega total a Dios debe expresarse en pequeños detalles.
La entrega total supone una amorosa confianza en Él y para esa entrega total debemos abandonarnos sin límites en sus brazos.
Debemos afianzar nuestra pertenencia a Jesús, porque solo Él merece nuestro amor y entrega total. Nuestra tarea debe ser realizada con un corazón humilde, con la humildad de Cristo, Él nos utiliza para que seamos su compasión y amor en el mundo a pesar de nuestras debilidades y flaquezas. No importa cuánto damos, lo que importa es cuánto amor ponemos en lo que damos.

Según las palabras de nuestro Santo Padre, debemos ser capaces de limpiar lo que está sucio, de calentar lo que está tibio, de fortalecer lo que está débil y de iluminar lo que está oscuro.

No debemos tener miedo de proclamar el amor de Cristo ni de amar como Él nos amó, pero para eso es necesario alimentarnos espiritualmente. La Madre Teresa dice que si no queremos morir de una "anemia espiritual" debemos alimentar nuestro espíritu. La oración es un proceso que no termina, sino que es prolongación en toda nuestra vida. La vida espiritual del catequista debe ser alimentada por la celebración y por la vivencia de los sacramentos.

El catequista debe ser un hambriento de Dios.
Podemos y debemos convertir nuestro trabajo en oración. Nunca podremos sustituir la oración por el trabajo. Nunca debe ocurrir esto. A menudo nos llenamos de compromisos, tareas y creemos que haciendo muchas cosas es suficiente. Y perdemos ese hermoso contacto con nuestro Padre a través de la oración.
Como catequistas debemos nutrirnos en la vida de oración, el Papa Pablo VI nos dice que la oración ha de ir antes que todo, quien no lo entienda así, quien no lo practique, no puede excusarse en la falta del tiempo, lo que falta es el amor.

Debemos aprender a quedarnos en algún momento de nuestro tiempo, con nuestro Padre, ese quedarse con el Padre equivale a la expresión "hablar con Dios", es diferente hablar con Dios, que pensar en Dios. Siempre que hay trato con Dios hay oración.

Orar no es pedir. La oración fortalece nuestra fe y madura nuestra entrega.

Orar es ponerse en manos de Dios, escucharlo. La oración es un doble proceso de hablar y escuchar. Orar es mirar a Dios, es un contacto de corazón y de los ojos. Nuestro trabajo es fructuoso en la medida que expresa una oración realmente sincera.

Orar con generosidad no es suficiente, debemos orar con devoción, con fervor, debemos ser perseverantes y constantes para crecer en este compromiso asumido. Si no oramos todo lo que hagamos no tendrá valor. Los que tomamos en serio este caminar junto a Dios, necesitamos de estos momentos junto con los sacramentos para llevar una vida coherente con la que transmitimos.

Cuando el catequista tiene su crisis de fe, es la crisis de la espiritualidad. Por la fe buscamos a Dios y damos respuestas y entregas a su llamado al compromiso, pero si esa fe no es alimentada espiritualmente, nuestro compromiso y entrega, cada vez serán menos. Un cristiano es alguien que ha descubierto a Dios. Un catequista no es solamente alguien que ha descubierto a Dios, es alguien que también ha escuchado el llamado del Señor, para colaborar con Él y aceptar esa misión, tratando de crecer en el amor a Dios Padre, a su Hijo y a su Espíritu.

El catequista debe crecer día a día en la fe. Todos estamos llamados a crecer en ella.

El catequista, por vocación tiene muy presente este llamado tanto por lo que el mismo se refiere, como con respecto a sus catequizados a quienes debemos ayudar a crecer en la fe. Pero... ¿qué es la fe para un cristiano catequista? ¿cómo podemos crecer en la fe?. Fundamentalmente, la fe es aceptar a Cristo y su mensaje, pero no solamente con la inteligencia sino con el corazón y en la vida. La fe es esa relación personal con Cristo Vivo. Por eso los catequistas somos instrumentos de Dios y servidores de la Palabra, ella debe ser el alimento cotidiano indispensable. San Agustín dice que no vale menos la Palabra de Dios que el Cuerpo de Cristo.

Debemos tener conciencia de que es ser catequista: 
Ser catequista es: Un don antes que un compromiso.
Ser catequista es: Una vocación antes que una opción personal.
Ser catequista: Una respuesta de fe antes que un simple servicio a nuestros hermanos.

El catequista es un hombre en camino, es un enviado por Cristo y como Él va en busca de personas para anunciar la Buena Nueva.

El catequista debe ser maestro en humanidad, simples en nuestro actuar, sencillos, abiertos, dispuestos.

Supone estar atento profundamente a la sensibilidad y problemas del catequizado.
No debemos caer nunca en la tentación de la soberbia, de quien cree saberlo todo.
Nuestro caminar debe ser una conversión continua.

No solo debe preparar bien el encuentro sino también responder a sus interrogantes. Por eso es muy importante una formación sólida y permanente. No se debe improvisar. Debemos ser fiel a la tradición y escritura contenida en la fuente Bíblica. Nuestra preocupación debe ser la de transmitir las enseñanzas de Jesús no como una ciencia sino como se debe comunicar, como una experiencia de vida.

La tarea del catequista compromete toda su persona. Debemos ser coherentes y auténticos y esto se adquiere con mucha oración.

El catequista debe ser sembrador de la alegría y de la Esperanza Pascual, que son dones del Espíritu Santo. El Santo Papa, define al catequista como servidor de la verdad y dice, que el evangelizador no es dueño, ni arbitro, sino depositario, heredero y servidor de la verdad. Por eso no se vende, no disimula, no rechaza, no oscurece, no deja de estudiar, no avasalla la verdad.

"Todo catequista debe caminar sobre los pasos de María en nuestra misión catequística" A María Dios, nuestro Padre la eligió para ser Madre de su Hijo, Madre nuestra y Madre de la Iglesia.

Por consiguiente María es la más perfecta discípula y evangelizadora y modelo.

Su vida nos muestra como se abandonó a la acción del Espíritu.

María nos ofrece las mejores lecciones de humildad. María es la perfecta seguidora de Jesús, desde el anuncio del ángel hasta al pie de la Cruz, ella se dejó conducir sin reservas, pues estaba llena del Espíritu Santo.

María vivió su santidad como una criatura normal. Es decir caminó en la fe, escuchó la Palabra de Dios, la recibió en su corazón y fue absolutamente fiel a ella. María significa la presencia del Amor Materno de Dios entre nosotros. Por eso debemos tener siempre presente el modelo de María en nuestra actividad catequística para que nos enseñe como hizo con su Hijo Jesús a ser manso y humildes de corazón y de esta manera dar gloria a nuestro Padre que está en los cielos. Debemos como catequistas aprender a abandonarnos en los brazos de nuestro Padre como lo hizo María.
Por: Cristina Baffeti
Fuente: www.paracatequistas.com

22 abr 2015

Oración Día del Buen Pastor: Acción de Gracias



Te damos gracias, Señor
porque eres el amor y la vida,
el Buen Pastor.

Sin nombrarte o reconociendo
 tu nombre,
todos los hombres te buscan.

También te buscamos nosotros,
cuando escuchamos tu voz
y te seguimos.

Te bendecimos, porque el Espíritu,
que todos llevamos dentro,
nos impulsa a reconocer tu palabra y tu obra
en las encrucijadas de la vida,
allí donde hermanos nuestros
trabajan por la verdad,
la justicia, la libertad.

En el fondo de nosotros mismos
sentimos una llamada a la vida,
a la bondad, a la sinceridad.

Es el eco de tu voz que resuena
en lo más profundo
de cada ser humano.

Con la inmensa muchedumbre 
de los que te siguen

te damos gracias.

Javier Léoz

21 abr 2015

Recursos catequesis IV Domingo de Pascua: EL BUEN PASTOR


Descifra el mensaje que nos dice Jesús en el Día del Buen Pastor:



Colorea Jesús es el Buen Pastor:




 
Fuente: Imágenes Google

Sopa de letras El Buen Pastor:


Crucigrama El Buen Pastor:


Fuente: sermons4kids.com

Colorea dibujos de Fano "EL Buen Pastor":


Escribe los versículos correspondientes a la parábola del Buen Pastor:


Fuente: erlijiokoirakaslea.blogspot.com

Ayuda a encontrar en este laberinto la oveja perdida:

Fuente: mjargueso.blogspot.com


Fuente: parabolasere.blogspot.com
Fuente: educarconjesus.blogspot.com

Carteles de Fano El Buen Pastor:








Cuadernillo de fichas para imprimir EL BUEN PASTOR:






Fuente: educarconjesus


17 abr 2015

Intenciones del Papa Francisco para orar en el mes de Abril - Apostolado de la Oración

PAPA FRANCISCO

Intención Universal: La creación

Para que las personas aprendan a respetar la 
creación y a cuidarla como don de Dios.

Intención por la Evangelización: Cristianos perseguidos

Para que los cristianos perseguidos sientan la 
presencia reconfortante  del Señor Resucitado  
la solidaridad de toda la Iglesia.


Bergoglio

 
Padre bueno, sé que estás conmigo.
Aquí estoy en este nuevo día.
Pon una vez más mi corazón
junto al Corazón de tu Hijo Jesús,
que se entrega por mí
y que viene a mí en la Eucaristía.
Que tu Espíritu Santo
me haga su amigo y su apóstol,
disponible a su misión.
Pongo en tus manos
mis alegrías y esperanzas,
mis trabajos y sufrimientos,
todo lo que soy y tengo,
en comunión con mis hermanos y hermanas
de esta red mundial de oración.
Con María, te ofrezco mi jornada
por la misión de la Iglesia
y por las intenciones de oración del Papa
para este mes. 

6 abr 2015

Decálogo para Pascua


1. Vive con alegría tu existencia.
Si Jesús resucitó es porque, precisamente,
quiere traernos una transfusión de vida..
Secretos para ser felices.

2. No dejes que los acontecimientos
ni las dificultades puedan contigo.
Si Jesús pudo con su cruz;
¿por qué no vas a tener tú voluntad para hacerles frente?

3. Bríndate allá donde te encuentres.
No vale quien tiene, sino aquel que sirve.
Jesús se vació para que aprendiésemos una lección:
la grandeza está en ser solidario.

4. Si tienes rencor por algo y con alguien ¡olvídalo!
La Pascua, el paso del Señor,
nos ha dejado un camino limpio y despejado.
Limpiemos también el nuestro.

5. No seas incrédulo.
Asómate en este tiempo pascual a la belleza de la fe.
Si la tienes, no la pierdas. Si, por lo que sea, la tienes débil,
busca motivos y razones para recuperarla.

6. Escucha con atención la Palabra de Dios.
Su lectura te hará vibrar con el mismo ímpetu
con el que se estremecieron los Apóstoles o María.

7. Reza y da gracias a Dios por el fruto
de la Pascua: la Resurrección.
Teniendo tantos resortes para la alegría
y el optimismo, no tenemos derecho al desaliento:
¡Jesús nos acompaña!

8. Busca el lado positivo de tu vida.
No te castigues demasiado.
¡El Señor pagó ya un alto precio por nosotros!
Acéptate como eres y… aceptarás también a los demás.

9. Mira con ilusión al futuro.
No hay camino que no merezca la pena ser recorrido,
ni montaña que no pueda ser escalada.
Con la fe, y la mirada puesta en Dios, podrás conquistar
aquello que sea bueno para ti y para los demás.

10. Da gracias a Dios por lo que tienes e, incluso,
por aquello que –precisamente porque no te conviene– no alcanzas.
No siempre, lo que el paladar apetece,
es saludable para el cuerpo.

P. Javier Leoz

Feliz Pascua


Alegría para todos.

Que la creación entera se estremezca con un latido más de vida y esperanza. Que los creyentes todos resplandezcan con vestido nuevo, perfumado en el Ungido. Y vosotros, los pobres, los dolientes, los pequeños, que pasáis inadvertidos, abríos a la esperanza y a la dicha, que va a estallar el sol en vuestras vidas.

Que nadie en esta noche sufra de pesimismo o de tristeza. Que se alejen los espíritus malignos, los que amargan la vida de los hombres, porque han sido definitivamente derrotados.

Esta es la noche que ha sido iluminada por un sol nacido del sepulcro. Esta es la noche victoriosa, en la que la muerte, hecha cautiva, en huida sus guardias y soldados, se puso al servicio de la vida.

Esta es la noche tan dichosa en la que Cristo, el amor más grande, floreció en espiga y amapolas, y volvió a reunirse con los suyos.

Verdaderamente la cruz fue necesaria para que el Amor triunfara de la muerte.

Que Judas no se desespere, que Pilatos no se lave más las manos, que los soldados no tengan pesadillas, que Pedro ya no llore, porque el daño se ha trocado en beneficio.

Ahora es el tiempo del juego y de la risa, de la fe reconquistada y la esperanza cierta; ahora es el tiempo del amor hasta la muerte.

Magdalena jugará con Jesús al escondite, los de Emaús jugarán a los disfraces, Tomás al veo-veo, Juan a adivinanzas, y para Pedro llegó la hora del examen, brillantemente superado.

Es la hora del reencuentro, de la presencia y la amistad gozadas, del pan partido y compartido, de promesas y dones generosos.

A partir de esta noche todo estará más claro y florecido: la Pasión del mundo continúa, pero ya ninguna cruz será maldita, y en todos los surcos de la muerte se siembra la esperanza.

Un mensaje de alegría para todos hombres de toda religión y raza: la vida ha salido victoriosa, la justicia triunfará, sin duda, porque Cristo resucitado está en el centro de la historia: Él es la Pascua, el sol que dinamiza nuestro mundo.



(Oración-Himno atribuido a San Ambrosio de Milán)

2 abr 2015

Vía Crucis presidido por el Santo Padre Francisco



«EL ROSTRO DE CRISTO,
EL ROSTRO DEL HOMBRE»


MEDITACIONES de S.E. Mons. Giancarlo Maria BREGANTINI,
Arzobispo de Campobasso-Boiano


INTRODUCCIÓN
«El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: “No le quebrarán un hueso”; y en otro lugar la Escritura dice: “Mirarán al que atravesaron”» (Jn19,35-37).


Dulce Jesús,

subiste al Gólgota sin hesitar, como gesto de amor,
y te dejaste crucificar sin lamento.
Humilde hijo de María,
cargaste con nuestra noche
para mostrarnos con cuánta luz
querías henchir nuestro corazón.
En tu dolor, reside nuestra redención,
en tus lágrimas, se bosqueja la «hora»
en la que se desvela el amor gratuito de Dios.
Siete veces perdonados
en tus últimos suspiros de hombre entre los hombres,
nos devuelves a todos al corazón del Padre,
para indicarnos en tus últimas palabras
la vía redentora para todo nuestro dolor.
Tú, el plenamente encarnado, te anonadas en la cruz,
solamente comprendido por Ella, la Madre,
que permanecía fielmente al pie de aquel patíbulo.
Tu sed es fuente de esperanza siempre encendida,
mano tendida incluso para el malhechor arrepentido,
que hoy, gracias a ti, dulce Jesús, entra en el paraíso.
Concédenos a todos nosotros, Señor Jesús crucificado,
tu infinita misericordia,
perfume de Betania en el mundo,
gemido de vida para la humanidad.
Y, confiados finalmente en las manos de tu Padre,
ábrenos la puerta de la vida que nunca muere. Amén.



PRIMERA ESTACIÓN
Jesús condenado a muerte
El dedo acusador

«Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Por tercera vez les dijo: “Pues, ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré”. Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad» (Lc 23,20-25).

Un Pilato atemorizado que no busca la verdad, el dedo acusador y el creciente clamor de la multitud, son los primeros pasos de la muerte de Jesús. Inocente como un cordero cuya sangre salva a su pueblo. Ese Jesús, que ha pasado entre nosotros curando y bendiciendo, es condenado ahora a la pena capital. Ninguna palabra de gratitud por parte del gentío que, en cambio, elige a Barrabás. Para Pilato, se convierte en un caso embarazoso. Lo entrega a la muchedumbre y se lava las manos, enteramente apegado a su poder. Lo entrega para que sea crucificado. No quiere saber nada de él. Para él, el caso está cerrado.
La condena apresurada de Jesús acoge así las acusaciones fáciles, los juicios superficiales entre la gente, las insinuaciones y prejuicios, que cierran el corazón y se convierten en cultura racista, de exclusión y descarte, con cartas anónimas y horribles calumnias. Si acusados, se salta inmediatamente en primera página; si absueltos, se termina en la última.
¿Y nosotros? ¿Sabremos tener una conciencia recta y responsable, transparente, que nunca dé la espalda al inocente, sino que luche con valor en favor de los débiles, resistiéndose a la injusticia y defendiendo por doquier la verdad ultrajada?
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ORACIÓN

Señor Jesús,

hay manos que amparan y hay manos que firman sentencias injustas.
Haz que, ayudados por tu gracia, no descartemos a nadie.
Defiéndenos de la calumnia y la mentira.
Ayúdanos a buscar siempre la verdad,
y a estar siempre de parte de los débiles.
Y concede tu luz a quien, por misión, debe juzgar en el tribunal,
para que emita siempre sentencias justas y verdaderas. Amén.



SEGUNDA ESTACIÓN
Jesús con la cruz a cuestas
El pesado madero de la crisis

«Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuisteis curados. Pues andabais errantes como ovejas, pero ahora os habéis convertido al pastor y guardián de vuestras almas» (1 P 2,24-25).
Pesa el madero de la cruz, porque, en él, Jesús lleva consigo todos nuestros pecados. Se tambalea bajo este peso, demasiado grande para un solo hombre (cf. Jn 19,17).
Es también el peso de todas las injusticias que ha causado la crisis económica, con sus graves consecuencias sociales: precariedad, desempleo, despidos; un dinero que gobierna en lugar de servir, la especulación financiera, el suicidio de empresarios, la corrupción y la usura, las empresas que abandonan el propio país.
Esta es la pesada cruz del mundo del trabajo, la injusticia en la espalda de los trabajadores. Jesús la carga sobre sus hombros y nos enseña a no vivir más en la injusticia, sino a ser capaces, con su ayuda, de crear puentes de solidaridad y esperanza, para no ser ovejas errantes ni extraviadas en esta crisis.
Volvamos, pues, a Cristo, pastor y guardián de nuestras almas. Luchemos juntos por el trabajo en reciprocidad, superando el miedo y el aislamiento, recuperando la estima por la política y tratando de solventar juntos los problemas.
La cruz, entonces, se hará más ligera, si la llevamos con Jesús y la levantamos todos juntos, porque con sus heridas – resquicios de luz – hemos sido curados.

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ORACIÓN

Señor Jesús,

cada vez se hace más densa nuestra noche.
La pobreza se torna miseria.
No tenemos pan para los hijos y nuestras redes están vacías.
Nuestro futuro es incierto. Vela por el trabajo que falta.
Despierta en nosotros el celo por la justicia,
para que no arrastremos la vida,
sino que la llevemos con dignidad. Amén.



TERCERA ESTACIÓN
Jesús cae por primera vez
La fragilidad que se abre a la acogida

«Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él» (Is 53,4-5).
Es un Jesús frágil, muy humano, el que contemplamos con asombro en esta estación de gran dolor. Pero es precisamente esta caída en tierra lo que revela aún más su inmenso amor. Está acorralado por el gentío, aturdido por los gritos de los soldados, cubierto por las llagas de la flagelación, lleno de amargura interior por la inmensa ingratitud humana. Y cae. Cae por tierra.
Pero en esta caída, en este ceder al peso y la fatiga, Jesús vuelve a ser una vez más maestro de vida. Nos enseña a aceptar nuestras fragilidades, a no desanimarnos por nuestros fallos, a reconocer con lealtad nuestras limitaciones: «El deseo del bien está a mi alcance – dice san Pablo – pero no el realizarlo» (Rm 7,18).
Con esta fuerza interior que viene del Padre, Jesús también nos ayuda a aceptar las debilidades de los demás; a no indignarnos con quien ha caído, a no ser indiferentes con quien cae. Y nos da la fuerza para no cerrar la puerta a quien llama a nuestra casa pidiendo asilo, dignidad y patria. Conscientes de nuestra fragilidad, acogeremos entre nosotros la fragilidad de los emigrantes, para que encuentren seguridad y esperanza.
En efecto, en el agua sucia del cántaro del Cenáculo, es decir, en nuestra fragilidad, es donde se refleja el verdadero rostro de nuestro Dios. Por eso, «todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4,2).

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ORACIÓN

Señor Jesús,

que te has humillado para rescatar nuestra debilidad,
haznos capaces de entrar en una verdadera comunión
con nuestros hermanos más pobres.
Arranca de nuestro corazón toda raíz de miedo y cómoda indiferencia,
que nos impide reconocerte en los emigrantes,
para dar testimonio de que tu Iglesia no tiene fronteras,
sino que es verdadera madre de todos. Amén.



CUARTA ESTACIÓN
Jesús se encuentra con la Madre
Lágrimas solidarias

«Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2,34-35). «Llorad con los que lloran. Tened la misma consideración y trato unos con otros» (Rm12,15-16).
Este encuentro de Jesús con María, su madre, está cargado de emoción, de lágrimas amargas. En él se expresa la fuerza invencible del amor materno, que supera todo obstáculo y sabe abrir caminos. Pero impresiona aún más la mirada solidaria de María, que comparte e infunde fuerza al Hijo. Nuestro corazón se llena así de asombro al contemplar la grandeza de María, precisamente en su hacerse, ella misma criatura, «prójimo» para con su Dios y su Señor.
Ella recoge las lágrimas de todas las madres por sus hijos lejanos, por los jóvenes condenados a muerte, asesinados o enviados a la guerra, especialmente por los niños soldados. En ellas escuchamos el lamento desgarrador de las madres por sus hijos, moribundos a causa de tumores producidos por la quema de residuos tóxicos.
¡Qué lágrimas tan amargas! ¡Solidaridad en compartir la ruina de los hijos! Madres que velan en la noche, con las luces encendidas, temblando por los jóvenes abrumados por la inseguridad o en las garras de la droga y el alcohol, especialmente las noches del sábado.
Junto a María, nunca seremos un pueblo huérfano. Nunca olvidados. Como a san Juan Diego, María también nos ofrece a nosotros la caricia de su consuelo materno, y nos dice: «No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286).

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ORACIÓN

Salve, Madre,

dame tu santa bendición.
Bendíceme, a mí y a toda mi casa.
Dígnate ofrecer a Dios todo lo que hoy haré y soportaré,
unido a tus méritos y a los de tu santísimo Hijo.
Te ofrezco y dedico todo mi ser y todas mis cosas a tu servicio,
poniéndome por entero bajo tu manto.
Obtén para mí, Señora, la pureza de la mente y del cuerpo,
y haz que, en este día,
no haga nada que desagrade a Dios.
Te lo pido por tu Inmaculada Concepción
y tu intacta virginidad. Amén

(San Gaspar Bertoni).



QUINTA ESTACIÓN
El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz
La mano amiga que levanta
«A uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz» (Mc 15,21).
Simón de Cirene pasa casualmente por allí. Pero se convierte en un encuentro decisivo en su vida. Él volvía del campo. Hombre de fatigas y vigor. Por eso se le obligó a llevar la cruz de Jesús, condenado a una muerte infame (cf. Flp 2,8).
Pero este encuentro, el principio casual, se trasformará en un seguimiento decisivo y vital de Jesús, llevando cada día su cruz, negándose a sí mismo (cf. Mt 16,24-25). En efecto, Simón es recordado por Marcos como el padre de dos cristianos conocidos en la comunidad de Roma: Alejandro y Rufo. Un padre que ha impreso ciertamente en el corazón de los hijos la fuerza de la cruz de Jesús. Porque la vida, si uno se aferra demasiado a ella, enmohece y se agosta. Pero si la ofrece, florece y se convierte en espiga de grano, para él y para toda la comunidad.
En esto radica la verdadera cura de nuestro egoísmo, siempre al acecho. La relación con el otro nos rehabilita y crea una hermandad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que puede soportar las penas de la vida, apoyándose en el amor de Dios. Sólo con el corazón abierto al amor divino, me veo impulsado a buscar la felicidad de los demás en tantos gestos de voluntariado: una noche en el hospital, un préstamo sin intereses, una lágrima enjugada en familia, la gratuidad sincera, el compromiso con altas miras por el bien común, el compartir el pan y el trabajo, venciendo toda forma de recelo y envidia.
El mismo Jesús nos lo recuerda: «Lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).

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ORACIÓN

Señor Jesús,

en el Cireneo amigo vibra el corazón de tu Iglesia,
que se hace refugio de amor para cuantos tienen sed de ti.
La ayuda fraterna es la clave para atravesar juntos la puerta de la Vida.
No permitas que nuestro egoísmo nos haga pasar de largo,
y ayúdanos a derramar el ungüento de consolación en las heridas de los otros,
para hacernos compañeros leales de camino,
sin evasivas y sin cansarnos nunca de optar por la fraternidad. Amén.



SEXTA ESTACIÓN
Verónica enjuga el rostro de Jesús
La ternura femenina
«Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación» (Sal 26,8-9).
Jesús se arrastra con dificultad, jadeando. Pero la luz de su rostro se mantiene intacta. No hay ofensa que pueda oponerse a su belleza. Los salivazos no la han empañado. Los golpes no han conseguido quebrarla. Este rostro se parece a una zarza ardiente que, cuanto más se le ultraja, más consigue emanar una luz de salvación. De los ojos del Maestro manan lágrimas silenciosas. Lleva el peso del abandono. Sin embargo, Jesús avanza, no se detiene, no vuelve atrás. Afronta la opresión. Está turbado por la crueldad, pero él sabe que su muerte no será en vano.
Jesús, entonces, se detiene ante una mujer que viene a su encuentro sin titubeos. Es la Verónica, verdadera imagen femenina de la ternura.
El Señor encarna aquí nuestra necesidad de gratuidad amorosa, de sentirnos amados y protegidos por gestos de solicitud y de cuidados. Las caricias de esta criatura se empapan de la sangre preciosa de Jesús y parecen purificarlo de las profanaciones recibidas en aquellas horas de tortura. La Verónica consigue tocar al dulce Jesús, rozar su candor. No sólo para aliviar, sino para participar en su sufrimiento. Reconoce en Jesús a cada prójimo que ha de consolar, con un toque de ternura, para entrar en el gemido de dolor de los que hoy no reciben asistencia ni calor de compasión. Y mueren de soledad.

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ORACIÓN

Señor Jesús,

¡qué amarga la indiferencia de quien creíamos
a nuestro lado en los momentos de desolación!
Pero tú nos cubres con ese paño
que lleva impresa tu sangre preciosa,
que has derramado a lo largo del camino del abandono,


que también tú sufriste injustamente.

Sin ti, no tenemos
ni podemos dar alivio alguno. Amén.



SÉPTIMA ESTACIÓN
Jesús cae por segunda vez
La angustia de la cárcel y de la tortura
«Me rodeaban cerrando el cerco... Me rodeaban como avispas, ardiendo como el fuego en las zarzas, en el nombre del Señor los rechacé. Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó... Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte»(Sal 117,11.12-13.18).
En Jesús se cumplen verdaderamente las antiguas profecías del Siervo humilde y obediente, que carga sobre sus hombros toda nuestra historia de dolor. Y así, Jesús, llevado a empellones, se desploma por la fatiga y la opresión, rodeado, circundado por la violencia, ya sin fuerzas. Cada vez más solo, cada vez más en la oscuridad. Lacerado en la carne, con los huesos magullados.
En él reconocemos la amarga experiencia de los detenidos en prisión, con todas sus contradicciones inhumanas. Rodeados y cercados, «empujados para derribarlos». A la cárcel se la mantiene aún hoy demasiado lejana, olvidada, rechazada por la sociedad civil. Hay absurdos de la burocracia, lentitud de la justicia. El hacinamiento es una doble pena, un dolor agravado, una opresión injusta, que desgasta la carne y los huesos. Algunos – demasiados – no sobreviven... Y aun cuando un hermano nuestro sale, lo seguimos considerando «ex recluso», cerrándole así las puertas del rescate social y laboral.
Pero más grave es la tortura, por desgracia muy practicada en varias partes de la tierra de muchos modos. Como lo fue para Jesús, también él golpeado, humillado por la soldadesca, torturado con la corona de espinas, azotado con crueldad.
Ante esta caída, cómo nos percatamos de  la verdad de aquellas palabras de Jesús: «Estuve en la cárcel y no me visitasteis» (Mt 25,36). En toda cárcel, junto a cada torturado, siempre está él, el Cristo que sufre, encarcelado y torturado. Aunque probados duramente, él es nuestra ayuda, para no ser entregados al miedo. Sólo juntos nos levantamos, acompañados por agentes apropiados, apoyados en la mano fraterna de los voluntarios y rescatados de una sociedad civil que hace suyas las muchas injusticias cometidas dentro de los muros de una prisión.

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ORACIÓN

Señor Jesús,

una conmoción indecible me embarga
al verte postrado en tierra por mí.
No hallas mérito alguno, sino una multitud de pecados, incongruencias, debilidades.
Y ¡qué amor de predilección como respuesta!
Al margen de la sociedad, denigrados por los juicios,
tú nos has bendecido para siempre.
Dichosos nosotros si hoy estamos aquí, por tierra, contigo, rescatados de la condena.
Haz que no eludamos nuestras responsabilidades,
concédenos vivir en tu humillación, a salvo de toda pretensión de omnipotencia,
para renacer a una vida nueva como criaturas hechas para el cielo. Amén.



OCTAVA ESTACIÓN
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
Compartir, no sólo conmiseración

«Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos» (Lc 23,28).
Las figuras femeninas en el camino del dolor se presentan como antorchas encendidas. Mujeres de fidelidad y valor que no se dejan intimidar por los guardias ni escandalizar por las llagas del Buen Maestro. Están dispuestas a encontrarlo y consolarlo. Jesús está allí, ante ellas. Hay quien lo pisotea mientras cae por tierra agotado. Pero las mujeres están allí, listas para darle ese cálido latido que el corazón ya no puede contener. Antes lo observan desde lejos, pero luego se acercan, como hace el amigo, el hermano o hermana cuando se da cuenta de las dificultades del ser querido.
Jesús se impresiona por su llanto amargo, pero les exhorta a no desgastar el corazón en verlo tan maltratado, a no ser mujeres que lloran, sino creyentes. Pide un dolor compartido y no una conmiseración sollozante. No más lamentos, sino deseos de renacer, de mirar hacia adelante, de proceder con fe y esperanza hacia esa aurora de luz que surgirá aún más cegadora sobre la cabeza de quienes caminan con los ojos puestos en Dios. Lloremos por nosotros mismos si aún no creemos en ese Jesús que nos ha anunciado el Reino de la salvación. Lloremos por nuestros pecados no confesados.
Y lloremos también por esos hombres que descargan sobre las mujeres la violencia que llevan dentro. Lloremos por las mujeres esclavizadas por el miedo y la explotación. Pero no basta compungirse y sentir compasión. Jesús es más exigente. Las mujeres deben ser amadas como un don inviolable para toda la humanidad. Para hacer crecer a nuestros hijos, en dignidad y esperanza.

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ORACIÓN

Señor Jesús,
frena la mano que ataca a las mujeres.
Libera su corazón del abismo de la desesperación
cuando se convierten en víctimas de la violencia.
Enjuga su llanto cuando se encuentran solas.
Y abre nuestro corazón para compartir todo dolor,
con sinceridad y fidelidad,
más allá de la compasión natural,
para hacernos instrumentos de la verdadera liberación. Amén.



NOVENA ESTACIÓN
Jesús cae por tercera vez
Superar la nociva nostalgia

«¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?; ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?... Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37).
San Pablo enumera sus pruebas, pero sabe que Jesús ha pasado antes por ellas, que en el camino hacia el Gólgota cayó una, dos, tres veces. Destrozado por la tribulación, la persecución, la espada; oprimido por el madero de la cruz. Exhausto. Parece decir, como nosotros en tantos momentos de oscuridad: «¡Ya no puedo más!».
Es el grito de los perseguidos, los moribundos, los enfermos terminales, los oprimidos por el yugo.
Pero en Jesús se ve también su fuerza: «Si hace sufrir, se compadece» (Lm 3,32). Nos muestra que en la aflicción siempre está su consuelo, un «más allá» que se entrevé en la esperanza. Como la poda de la vid que el Padre celestial, con sabiduría, hace precisamente con los sarmientos que dan fruto (cf. Jn 15,8). Nunca para cercenar, sino siempre para rebrotar. Como una madre cuando llega su hora: se inquieta, gime, sufre en el parto. Pero sabe que son los dolores de la nueva vida, de la primavera en flor, precisamente por esa poda.
Que la contemplación de Jesús caído, pero capaz de ponerse en pie, nos ayude a vencer la congoja que el temor por el mañana imprime en nuestro corazón, especialmente en este tiempo de crisis. Superemos la nociva nostalgia del pasado, la comodidad del inmovilismo, del «siempre se ha hecho así». Ese Jesús que se tambalea y cae, pero que luego se levanta, es la certeza de una esperanza que, alimentada por la oración intensa, nace precisamente durante la prueba, y no después de la prueba ni sin prueba. Por la fuerza de su amor, saldremos más que victoriosos.

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ORACIÓN

Señor Jesús,

te rogamos que levantes del polvo al mísero,
levanta a los pobres de la inmundicia, hazlos sentar con los jefes del pueblo
y asígnales un puesto de honor.
Quiebra el arco de los fuertes y reviste a los débiles de vigor,
porque sólo tú nos haces ricos precisamente con tu pobreza (cf. 1 S, 2,4-8; 2 Co 8,9). Amén.



DÉCIMA ESTACIÓN
Jesús es despojado de las vestiduras
La unidad y la dignidad

«Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: “No la rasguemos, sino echémosla a suerte, a ver a quién le toca”. Así se cumplió la Escritura: “Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica”. Esto hicieron los soldados»(Jn 19,23-24).
No dejaron ni un trozo de tela que cubriera el cuerpo de Jesús. Lo despojaron. No tenía manto ni túnica, ningún vestido. Lo desnudaron como un acto de humillación extrema. Sólo le cubría la sangre, que borbotaba de sus numerosas heridas.
La túnica queda intacta: es símbolo de la unidad de la Iglesia, una unidad que se ha de recobrar mediante un camino paciente, una paz artesana, construida día a día en un tejido recompuesto con los hilos de oro de la fraternidad, en un clima de reconciliación y perdón mutuo.
En Jesús, inocente, despojado y torturado, reconocemos la dignidad violada de todos los inocentes, especialmente de los pequeños. Dios no impidió que su cuerpo despojado fuera expuesto en la cruz. Lo hizo para rescatar todo abuso injustamente cubierto, y demostrar que él, Dios, está irrevocablemente y sin medias tintas de parte de las víctimas.

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ORACIÓN

Señor Jesús,

queremos volver a ser inocentes como niños,
para poder entrar en el reino de los cielos,
purificados de nuestra suciedad y de nuestros ídolos.
Retira de nuestro pecho el corazón de piedra de las divisiones,
que hacen a tu Iglesia poco creíble.
Danos un corazón nuevo y un espíritu nuevo,
para vivir según tus preceptos
y observar y poner en práctica tus leyes. Amén.



UNDÉCIMA ESTACIÓN
Jesús clavado en la cruz
En el lecho de los enfermos

«Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: “El rey de los judíos”. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: “Lo consideraron como un malhechor”»(Mc 15,24-28).
Y lo crucificaron. La pena de los infames, de los traidores, de los esclavos rebeldes. Esta es la pena que se aplica a nuestro Señor Jesús: ásperos clavos, dolor lacerante, la congoja de la madre, la vergüenza de verse acomunado a dos bandidos, la ropa repartida entre los soldados como un botín, la burlas crueles de quienes pasaban por allí: «A otros ha salvado y él no se puede salvar..., que baje ahora de la cruz y le creeremos» (Mt 27,42).
Y lo crucificaron. Jesús no desciende, no abandona la cruz. Permanece obediente hasta el fin a la voluntad del Padre. Ama y perdona.
También hoy, como Jesús, muchos hermanos y hermanas nuestros están clavados al lecho de dolor, en hospitales, asilos de ancianos, en nuestras familias. Es el tiempo de la prueba, de días amargos, de soledad e incluso de desesperación: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
Que nuestra mano nunca sea para clavar, sino siempre para acercar, consolar y acompañar a los enfermos, levantándolos de su lecho de dolor. La enfermedad no pide permiso. Llega siempre de improviso. A veces trastoca, limita los horizontes, pone a dura prueba la esperanza. Su hiel es amarga. Sólo si tenemos junto a nosotros a alguien que nos escucha, que nos es cercano, que se sienta en nuestro lecho..., entonces la enfermedad puede convertirse en una gran escuela de sabiduría, en encuentro con el Dios paciente. Cuando alguno toma sobre sí nuestra enfermedad por amor, también la noche del dolor se abre a la luz pascual de Cristo crucificado y resucitado. Lo que humanamente es una condena, puede transformarse en un ofrecimiento redentor por el bien de nuestras comunidades y familias. A ejemplo de los Santos.

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ORACIÓN

Señor Jesús,

no te alejes de mí,
siéntate en mi lecho de dolor y hazme compañía.
No me dejes solo, tiende tu mano y levántame.
Yo creo que tú eres el Amor,
y creo que tu voluntad es la expresión de tu amor;
por eso me encomiendo a tu voluntad,
porque me confío a tu amor. Amén.



DUODÉCIMA ESTACIÓN
Jesús muere en la cruz
El suspiro de las siete palabras

«Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: “Está cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19,28-30).
Las siete palabras de Jesús en la cruz son una obra maestra de esperanza. Jesús, lentamente, con pasos que también son los nuestros, atraviesa toda la oscuridad de la noche, para abandonarse confiado en los brazos del Padre. Es el gemido de los moribundos, el grito de los desesperados, la invocación de los perdedores. Es Jesús.
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es el grito de Job, de todo hombre bajo el peso de la desgracia. Y Dios guarda silencio. Calla porque su respuesta está allí, en la cruz: él mismo, Jesús, es la respuesta de Dios, Palabra eterna encarnada por amor.
«Acuérdate de mí...» (Lc 23,42). La invocación fraterna del malhechor, convertido en compañero de dolor, llega al corazón de Jesús, que siente en ella el eco de su propio dolor. Y Jesús acoge la súplica: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,42-43). El dolor del otro nos redime siempre, porque nos hace salir de nosotros mismos.
«Mujer, ahí tienes a tu hijo...» (Jn 19,26). Pero es su Madre, María, que estaba con Juan al pie de la cruz, rompiendo el acoso del miedo. La llena de ternura y esperanza. Jesús ya no se siente solo. Como nos pasa a nosotros cuando junto al lecho del dolor está quien nos ama. Fielmente. Hasta el final.
«Tengo sed» (Jn 19,28). Como el niño pide de beber a su mamá; como el enfermo abrasado por la fiebre... La sed de Jesús es la todos los sedientos de vida, de libertad, de justicia. Y es la sed del mayor de los sedientos, Dios, que infinitamente más que nosotros tiene sed de nuestra salvación.
«Está cumplido» (Jn 19,30). Todo cumplido: cada palabra, cada gesto, cada profecía, cada instante de la vida de Jesús. El tapiz está completo. Los mil colores del amor lucen ahora con hermosura. Nada se ha desperdiciado. Nada se ha desechado. Todo se ha convertido en amor. Todo está cumplido, para mí y para ti. Y, así, también el morir tiene un sentido.
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Ahora, heroicamente, Jesús sale del miedo a la muerte. Porque si vivimos en el amor gratuito, todo es vida. El perdón renueva, sana, transforma y consuela. Crea un pueblo nuevo. Frena las guerras.
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Ya no más desesperación ante la nada. Más bien plena confianza en sus manos de Padre, recostado en su corazón. Porque, en Dios, cada fragmento se compone finalmente en unidad.

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ORACIÓN

Oh Dios, que en la pasión de Cristo nuestro Señor,

nos has liberado de la muerte, heredad del antiguo pecado,
transmitida a todo el género humano,
renuévanos a imagen de tu Hijo;
y, así como hemos llevado en nosotros por nacimiento
la imagen del hombre terrenal,
haz que, por la acción de tu Espíritu,
llevemos la imagen del hombre celestial.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.



DECIMOTERCERA ESTACIÓN
Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre
El amor es más fuerte de la muerte

«Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran» (Mt 27,57-58).
Antes de ser puesto en la tumba, Jesús es entregado finalmente a su Madre. Es el icono de un corazón destrozado, que nos dice cómo la muerte no impide el último beso de la madre a su hijo. Postrada ante el cuerpo de Jesús, María se encadena a él en un abrazo total. Este icono se llama simplemente «Piedad». Es desgarrador, pero demuestra que la muerte no quiebra el amor. Porque el amor es más fuerte que la muerte. El amor puro es perdurable. Ha llegado la tarde. La batalla está vencida. El amor no se ha truncado. Quién está dispuesto a sacrificar su vida por Cristo, la encontrará. Transfigurada más allá de la muerte.
En esta trágica entrega, se mezclan lágrimas y sangre. Como en la vida de nuestras familias, atribuladas a veces por pérdidas imprevistas y dolorosas, creando un vacío insalvable, sobre todo cuando muere un niño.
Piedad, entonces, significa hacerse cercanos de los hermanos en luto y que no se resignan. Es una caridad muy grande cuidar de quien está sufriendo en el cuerpo llagado, en la mente deprimida, en el ánimo desesperado. Amar hasta el final es la suprema enseñanza que nos han dejado Jesús y María. Y la misión fraterna diaria de consuelo, que se nos entrega en este abrazo fiel entre Jesús muerto y su Madre Dolorosa.

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ORACIÓN

Oh, Virgen de los Dolores,

que en nuestros santuarios nos muestras tu rostro de luz,
mientras que con los ojos hacia el cielo
y las manos abiertas
ofreces al Padre un signo de ofrenda sacerdotal,
la víctima redentora de tu Hijo Jesús.
Muéstranos la dulzura del último fiel abrazo
y danos tu maternal consuelo,
para que el dolor cotidiano
nunca apague la esperanza de vida más allá de la muerte. Amén.



DECIMOCUARTA ESTACIÓN
Jesús es puesto en el sepulcro
El jardín nuevo

«Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía... Allí pusieron a Jesús» (Jn 19,41-42).
Aquel jardín, donde se encuentra la tumba en la que Jesús fue sepultado, recuerda otro jardín: el Jardín del Edén. Un jardín que, a causa de la desobediencia, perdió su belleza y se convirtió en desolación, lugar de muerte en vez de vida.
Las ramas silvestres que nos impiden respirar la voluntad de Dios, como el apego al dinero, la soberbia, el derroche de la vida, se han de cortar e injertarlas ahora en el madero de la cruz. Este es el nuevo jardín: la cruz plantada en la tierra.
Desde allí, Jesús puede ahora llevar todo a la vida. Cuando retorne de los abismos infernales, donde Satanás ha encerrado a muchas almas, comenzará la renovación de todas las cosas. Aquel sepulcro representa el fin del hombre viejo. Y, como para Jesús, Dios tampoco ha permitido para nosotros que sus hijos fueran castigados con la muerte definitiva. La muerte de Cristo abate todos los tronos del mal, basados en la codicia y la dureza de corazón.
La muerte nos desarma, nos hace entender que estamos expuestos a una existencia terrenal que termina. Pero, ante ese cuerpo de Jesús puesto en el sepulcro, tomamos conciencia de lo que somos: criaturas que, para no morir, necesitan a su Creador.
El silencio que rodea ese jardín nos permite escuchar el susurro de una suave brisa: «Yo soy el que vive, y yo estoy con vosotros» (cf. Ex 3,14). El velo del templo se rasgó. Finalmente vemos el rostro de nuestro Señor. Y conocemos plenamente su nombre: misericordia y fidelidad, para no quedar nunca confusos, ni siquiera ante la muerte, porque el Hijo de Dios fue libre en medio de los muertos (cf. Sal 87,6 Vulg.).

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ORACIÓN

Protégeme, oh Dios, en ti me refugio.

Tú eres mi heredad y mi copa,
en tus manos está mi vida.
Te pongo siempre ante mí, como mi Señor,
contigo a mi derecha, no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, se regocija mi alma,
y también mi carne descansa segura.
No abandones mi vida en el abismo
ni dejes a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha. Amén.
(cf. Sal 15)



Fuente: http://www.vatican.va/
Imágenes: Vía Crucis de Mengore